La población indígena en Argentina fue sistemáticamente negada y excluida a lo largo de la historia del país1. Durante la época de la colonización, y especialmente con la serie de campañas militares llevadas a cabo, se produjo el exterminio de una gran parte de los pueblos indígenas2. Por la usurpación de sus territorios a partir del siglo XIX y el despojo de sus tierras y recursos, los indígenas fueron condenados a vivir en situaciones de extrema pobreza, lo que derivó en otras formas de exclusión social3.
El Estado reconoce en la actualidad la existencia de al menos 955 mil personas pertenecientes a más de treinta pueblos originarios, aunque admite que se trata de un “subregistro”. La academia acuerda que son muchos más. Estudios científicos determinaron que el 56 por ciento de la población tiene en su genética algún rastro indígena. Aún así, un discurso recurrente se refiere a los pueblos originarios como un hecho del pasado y no como una cultura que está viva y presente en la actualidad4.
Entre los pueblos reconocidos por el Estado, están los Atacama, Ava Guaraní, Aymara, Comechingón, Chané, Charrúa, Chorote, Chulupí, Diaguita-Calchaquí, Guaraní, Huarpe, Kolla, Lule, Mapuche, Mbyá Guaraní, Mocoví, Omaguaca, Ocloya, Pampa, Pilagá, Rankulche, Quechua, Querandí, Sanavirón, Selknam (Onas), Tapiete, Tehuelche, Tilián, Qom, Tonocoté, Tupí Guaraní, Vilela y Wichí, entre otros. Al mismo tiempo, nuevas comunidades transitan el camino del autoreconocimiento y se identifican pueblos que la historia oficial negó durante siglos. Uno de ellos: los Nivaclé.
A partir del V Centenario (1992), los pueblos indígenas del Continente experimentaron un proceso de reorganización y fortalecimiento. Argentina también fue parte de ese renacer. En las últimas dos décadas el país experimentó una profundización del extractivismo (megaminería, petróleo, forestales y agronegocios, entre otros) y de obras de infraestructura complementarias (represas, carreteras, gasoductos) que ubicó a pueblos originarios y campesinos como actores protagónicos en la defensa de los territorios y en la propuesta de otro modelo de desarrollo.
Dario Aranda
Periodista
Existe en Argentina una significativa distancia entre los derechos vigentes en leyes provinciales, nacionales y tratados internacionales de derechos humanos (Ver “Derechos”) y su efectiva aplicación. No obstante los avances en el reconocimiento jurídico de los derechos de los pueblos indígenas, la Argentina debe asumir su historia para poder transformar las prácticas que siguen reafirmando patrones de discriminación y exclusión.
Tal como explica el Relator Especial sobre los derechos de los Pueblos Indígenas, James Anaya, si bien existe un número importante de leyes y programas nacionales y provinciales en materia indígena, “persiste una brecha significativa entre el marco normativo establecido en materia indígena y su implementación real”1. Sobre esta misma línea, la Secretaría de Derechos Humanos, dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, señaló que “es mucho el camino que resta por recorrer en cuanto a las adecuaciones del marco jurídico y más aún en cuanto a la transformación de las prácticas en las instituciones públicas y en la cultura dominante, para alcanzar el reconocimiento y efectivo cumplimiento de los derechos de los pueblos originarios”2. La respuesta estatal continúa la violencia sistemática, la discriminación, la judicialización y la represión.
Tal como graficó Félix Díaz, autoridad de la comunidad qom Potae Napocna Navogoh, en un mensaje que interpela a toda la sociedad, “Los derechos humanos aún no llegaron a los pueblos indígenas”.
Doscientos casos son sólo un numero representativo de los conflictos presentes en Argentina en los que comunidades indígenas exigen el cumplimiento de sus derechos frente a gobiernos (municipales, provinciales, nacional), empresas (agropecuarias, mineras, petroleras, de turismo --entre otras--), y ante jueces y fiscales del Poder Judicial que desoyen las normativas vigentes. Todos los casos relevados han sido difundidos por las propias comunidades y organizaciones que acompañan. La información compartida es pública y propone ser un punto de partida para visibilizar los muchos casos que existen en el país.
El mapa es una herramienta colaborativa de diversas organizaciones, abierta, de actualización periódica y a disposición de todas las comunidades que lo requieran.